Estados Unidos frente a América Latina: Militarizar los conflictos sociales



17 de febrero del 2003
Raúl Zibechi
Brecha
La intransigencia guerrerista de la superpotencia, que apuesta a militarizar
las sociedades latinoamericanas, puede ser frenada mediante la acción
convergente de las sociedades civiles y los gobiernos que apuestan a un
mundo multipolar.

El escenario se va perfilando cada vez con mayor claridad: Colombia es el
modelo de Estados Unidos para toda América Latina. Polarización social y
política, desgarro del tejido social, creación de un enemigo (real,
inventado o simplemente imaginado) y luego instalación de un escenario de
guerra que abra las puertas a la militarización del país. Son las excusas
ideales para el despliegue de asesores y cuerpos de elite, y para la
instalación de un rosario de bases militares -que atenazan al continente de
norte a sur- llamadas a modificar la relación de fuerzas en la región.

Así como la crisis mundial de 1929 y la Segunda Guerra Mundial representaron
un respiro para los países de América Latina, la guerra contra Irak parece
llamada a intensificar los sufrimientos del subcontinente. En efecto, fue
durante la recesión de los años treinta cuando se sentaron las bases para el
proceso de industrialización de los países de América Latina, en base a la
sustitución de importaciones. Y fue durante la guerra contra el nazismo y el
fascismo cuando la industrialización trepó varios peldaños hasta modificar
la estructura económica y social de unos cuantos países, que hasta ese
momento eran apenas naciones agroexportadoras, regidas por las
correspondientes oligarquías terratenientes.

Nuevos aliados

La caída del socialismo real que modeló el actual mundo unipolar, generó un
profundo reacomodo en las alianzas regionales de la superpotencia. Luego de
algunos amagues, idas y venidas que jalonaron las transiciones democráticas
de los ochenta, se va conformando la nueva doctrina imperial: los actuales
ajustes implementados bajo la presión del Fondo Monetario Internacional
persiguen la polarización económica, social y política, instalando una
suerte de tierra arrasada, caldo de cultivo de una guerra social larvada que
deriva fácilmente en guerra a secas. Las calles de La Paz, donde el
miércoles murieron 16 personas, mientras los responsables del FMI
monitoreaban desde el Sheraton la aplicación del "impuestazo" contra el que
se habían alzado al unísono obreros y desocupados, cholas y policías, son la
mejor imagen de la política en curso.

Quien dice La Paz, puede decir Buenos Aires, Arequipa, Asunción o Quito. Y
si se quiere, puede sumarse Caracas, pese a las peculiaridades y diferencias
del proceso venezolano. El panorama tiende, sospechosamente, a parecerse de
un extremo a otro del continente, con la puntual excepción de Brasil (y se
dirá también Cuba, con razón), donde el gobierno petista intenta ensayar una
política que desentona con los designios de Washington y el Pentágono.
Gracias a Joseph Stiglitz, Nobel de Economía y ex vicepresidente del Banco
Mundial, sabemos que los organismos financieros internacionales calculan, a
la hora de diseñar las medidas económicas que imponen a cada país, tanto los
costos sociales como los políticos. Prevén, incluso, las reacciones
populares, en lo que puede calificarse como una verdadera ingeniería de
guerra integral.

Veamos el caso colombiano. En 1981 había 25 mil hectáreas cultivadas de
marihuana y coca. En 2001, luego de una década de fumigaciones para
erradicar los cultivos, sólo los de coca ascendían a 120 mil hectáreas. En
1990 la producción de heroína era insignificante. Hoy supera a México como
principal abastecedor. Aunque no se consiguió frenar los cultivos y la
producción de coca, el Pentágono consiguió imponer la política de
fumigaciones aéreas, que generan honda convulsión social, enferman a las
poblaciones y producen un daño ecológico irreparable. La fumigación es una
política de guerra, y es con esa vara con que debe medirse el éxito o el
fracaso de la política estadounidense, y no con la cuantificación de la
producción y de los cultivos. Así las cosas, el principal éxito es haber
polarizado a la sociedad colombiana, impedido y bloqueado todas las
iniciativas de paz y elevado al rango de presidente a un hombre de los
paramilitares. Y es que la política de los escuadrones y de los ejércitos
irregulares - recuérdese Nicaragua y el Irangate- es la verdadera opción de
la administración de George W Bush, entendida como la mejor forma de
contener la rebelión social que sus políticas promueven.

Libertades bajo sospecha

Si en la arena internacional el gobierno de Bush toma como modelo de la
lucha antiterrorista al régimen genocida de Argelia, y si en su propio país
recorta libertades, convierte en sospechosos a miles de ciudadanos y vigila
las comunicaciones en Internet, más al sur el libreto está siendo impuesto
de forma mucho menos sutil. Al parecer, el verdadero enemigo a batir son las
sociedades civiles. El caso boliviano, otro paradigma de la política de la
superpotencia, ilustra claramente este aspecto. En 1985 Bolivia fue el
precursor de los ajustes estructurales. Los recortes se cebaron en la
industria minera, no por incompetente sino porque allí se había hecho fuerte
el proletariado minero, el más consciente y combativo de América Latina, que
desde la revolución de 1952 se convirtió en el principal obstáculo a la
voracidad de las elites criollas y de los capitales trasnacionales.
Dispersados por el cierre de las minas, muchos ex obreros se trasladaron al
trópico del Chapare, donde se convirtieron en campesinos. La potencia del
movimiento indígena-campesino que emergió en los ochenta, activó las
políticas de erradicación forzosa de los cultivos de coca con los que
sobreviven regiones enteras del país.

Pero una política tan impopular no podía ser implementada por las buenas,
por más que los movimientos sociales bolivianos se empeñaron en demostrar
que son ajenos a la elaboración de cocaína y que están dispuestos a aceptar
una reducción de los cultivos. La respuesta fue idéntica a la que se
practica ahora en Colombia: intervención directa de tropas de elite
estadounidenses, cuya embajada decide las políticas oficiales, dicta quién
puede ser elegido presidente y quién no y, sobre todo, protege celosamente a
los grandes narcotraficantes, algunos de los cuales ocuparon la presidencia
del país luego de sangrientos golpes de Estado.

Ciertamente, la desintegración nacional que provocan las políticas del FMI y
el Pentágono -dos caras de la misma moneda, amalgamada en base a
subordinación y dominio- arrastra a las principales instituciones de cada
país. No sólo pierden peso y significado los parlamentos y los municipios,
sino también los gobiernos y hasta los cuerpos de seguridad del Estado, como
sucede con la policía boliviana. Esta segunda sublevación policial en poco
más de dos años parece indicar -como lo hizo en su momento la fractura del
ejército ecuatoriano- que el conjunto de las instituciones nacionales del
continente iniciaron un declive imparable. El ejército argentino, que no
puede zafar del lodazal al que lo llevaron los genocidas es, junto a la
corruptísima policía bonaerense, quizá el mejor paradigma de la
desintegración de instituciones que hasta hace poco parecían sólidas. Lo más
significativo, empero, es que no se trata de accidentes ni de fracasos, sino
de "daños colaterales", como los designan los estrategas neoliberales. Son
las consecuencias de una política cuidadosamente planificada: la destrucción
nacional abre las rendijas para la intervención directa de otras
instituciones, globales o imperiales, que ya están dipuestas a sustituir las
funciones de los decadentes estados criollos. No puede olvidarse que aún
permanece vigente la propuesta de que sea un organismo financiero
internacional el encargado de abonar directamente los subsidios de los
desocupados argentinos.

Un mundo multipolar

Aunque la mayoría de los gobiernos latinoamericanos no ha jugado un papel
destacado a la hora de enfrentar la inminente aventura bélica en Irak,
parece evidente que los intereses de la región se juegan junto a quienes
apuestan por la paz. O sea, con ese heterogéneo y variopinto conglomerado
que incluye desde el papa Juan Pablo II y los gobiernos de Rusia, China,
Alemania y Francia, hasta las sociedades civiles que este fin de semana
movilizarán millones de personas en todo el mundo. Incluyendo a Estados
Unidos, donde este fin de semana se esperan multitudinarias manifestaciones,
en Nueva York y San Francisco, que marcarán límites de la política exterior
que el gobierno Bush no podrá ignorar. Al respecto, Noam Chomsky señaló, en
el reciente Foro Social Mundial de Porto Alegre, que cuando Vietnam tuvieron
que transcurrir cuatro años de guerra para que la sociedad civil
estadounidense comenzara a movilizarse. Ahora, las marchas son ya tan
numerosas como lo fueron las más grandes manifestaciones antibelicistas de
los sesenta.

De todos modos, lo que está en juego no es más que una cosa: si existen o no
contrapesos a la superpotencia. Si la amplísima alianza contra la guerra no
consigue frenarla, si sólo logra imponerse la voluntad de los guerreristas
de la Casa Blanca y de un solitario Tony Blair, será una pésima noticia para
la humanidad.

El futuro de América Latina puede medirse con la vara de la existencia de un
mundo multipolar. Si no hay fuerza humana capaz de poner freno a los
halcones de la Casa Blanca, entonces las escenas de esta semana en la
histórica plaza Murillo de La Paz -calcadas de las de Plaza de Mayo, en
Buenos Aires, hace poco más de un año- serán el doloroso camino que muchos
pueblos del continente recorrerán. Finalmente, el gobierno de Gonzalo
Sánchez de Lozada se vio obligado a retirar las impopulares medidas dictadas
por el FMI.


**************************************************
Nello

change the world before the world changes you because  another world is
possible