Colombia: analisi di ATTAC



 Colombia
Parece que se han puesto de moda. Primero en Argentina, después en
Venezuela, más tarde en Paraguay. Ahora en Colombia, suenan algunos
por los lados del Meta. Las razones y el timbre de las cacerolas, son
sin embargo distintos en cada lugar.

Por Ricardo Arenales

En los grandes conciertos de música sinfónica, y en general entre los
maestros que ejecutan instrumentos musicales, especialmente de viento,
se acostumbra utilizar la sordina para buscar un timbre de sonido
especial, mucho más fino y sofisticado. En el caso de las trompetas,
es una especie de bola metálica o pieza especial que se introduce por
la parte ancha delantera, alterando la sonoridad del instrumento.

La habilidad del maestro que ejecuta la pieza musical no evita, en
muchos casos, que el instrumento desafine, presentando una mala nota,
que en ocasiones da al traste con el concierto. Por eso es importante,
en este caso, acertar en la nota precisa, en el tono que se requiere.

En la acción política que libran las masas trabajadoras y algunos
sectores de opinión, se han puesto de moda los cacerolazos,
entendiendo por tales, el ruido de ollas, platones y cacerolas, que en
las calles y plazas hacen las gentes reclamando reivindicaciones
sociales urgentes y esenciales.

Al menos, ese es el origen primario de esta singular protesta. Sin
embargo, el compás del ritmo con que se hacen sonar, presenta timbres
y motivaciones diferentes en cada lugar.

Las notas más armónicas han sonado en Argentina. Tienen un ritmo más
hermoso dentro de la acústica que forman los muros que rodean la Plaza
de Mayo. Allí son las madres de las víctimas de los desaparecidos y
torturados durante los años de la dictadura; los pobres y
desempleados, las clases medias hoy arrojadas a la miseria por el
modelo neoliberal; los pensionados a los que no llegan sus mesadas,
las mujeres y jóvenes de ilusiones frustradas, los que hacen retumbar
acompasada y armónicamente las cacerolas.

En Argentina además, los cacerolazos se convirtieron en símbolo de una
lucha libertaria contra la imposición de un oprobioso modelo económico
de desarrollo neoliberal que empobreció al continente entero, que
despojó a los trabajadores de ancestrales prerrogativas salariales y
prestacionales y arrojó a la pobreza y a la miseria a millones de
trabajadores latinoamericanos. En otros países, donde el nivel de la
lucha popular no es el mismo, el ejemplo de Argentina se mira como un
viento fresco, revitalizador, del que se espera invada al resto de
campos y ciudades.

Así por ejemplo en Asunción, Paraguay, el pasado 8 de enero miles de
trabajadores, hombres y mujeres hicieron sonar estrepitosamente sus
ollas y platos frente a la Casa de Gobierno demandando acciones
urgentes frente a la crisis, que el gobierno invierta en alimentación,
salud, educación o en programas para combatir la pobreza, que afecta
al 70 por ciento de la población paraguaya.

Esa es la versión que más rima de los cacerolazos. Otra versión es la
que adoptaron, en un comienzo muy tímidamente, las señoronas de clase
alta, de estratos oligárquicos de la sociedad venezolana, contra las
reformas sociales, de corte democrático, que ha comenzado a realizar
el presidente Chávez.

Las madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, caminan por las calles,
inundan plazas, se enfrentan a la policía, lloran con los gases
lacrimógenos que les disparan los uniformados, pero empuñan banderas
redentoras y cantan himnos de lucha y de combate. Las de Caracas no
desfilan por las calles. Apenas se quedan en sus lujosos balcones y
palacetes y se enardecen ante las cámaras de televisión de la prensa
jugosamente financiada por la tajada publicitaria de las grandes
empresas capitalistas nacionales y extranjeras.

De manera similar, a un gobernador en los Llanos Orientales y al
alcalde de Bogotá, les entró el gusanillo de organizar cacerolazos. Un
poco a la manera venezolana, entonando consignas de un cierto tufillo
reaccionario y de derecha. Los cacerolazas en Colombia son organizados
por estamentos oficiales, con movilizaciones en buses pagados por el
gobierno, con pancartas hechas en imprentas oficiales y con consignas
dictadas desde los altos centros de poder. No es la protesta que brota
del sentimiento popular, como en Argentina o Paraguay.

La de Colombia en el fondo, pretende canalizar una justa reclamación
popular por la paz. Pero no por la paz democrática, con justicia
social que reclaman la mayoría de los colombianos, sino una paz
humillada y sin democracia. Con los cacerolazos del Meta o de los
barrios oligárquicos de Bogotá, se pretende desviar la atención de la
opinión pública de la discusión de los verdaderos problemas del pueblo
trabajador, que se llaman pleno empleo, reforma urbana, reforma
agraria democrática y una equitativa distribución de la riqueza.

Como en los grandes conciertos sinfónicos, es inevitable que a veces
los instrumentos desentonen. Los que suenan desde los encopetados
balcones coloniales, rodeados de jardines de los barrios altos de
Caracas, no tienen la misma sonoridad de los que suenan alegres y
esperanzadores frente a la Casa Rosada en la Plaza de Mayo. Como
tampoco lo tienen, con su aire destemplado, los que ahora ensayan
desde carros oficiales  ante las cámaras de televisión, el alcalde de
Bogotá y el gobernador del Meta.

Nello

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